Un viaje Literario Inicia.
Un Viaje Literario Inicia.
Con cada palabra, con cada frase hilada en las páginas que tienes ante ti, estoy dando un paso audaz y profundamente significativo en mi vida, el de adentrarme en el vasto y a veces imponente océano de la literatura. Este fragmento que hoy comparto, "El Gran Desacople", no es solo un extracto; es el latido inicial de mi primera novela, una obra a la que he volcado mi corazón, mi tiempo y mi más profundo compromiso.
La literatura, con sus innumerables géneros y sus inmensas posibilidades, siempre me ha parecido una catedral de palabras donde las historias se construyen con paciencia y pasión. Intentar formar parte de ella es un honor y una responsabilidad que asumo con la mayor seriedad. Esta novela representa no solo un desafío creativo, sino también la culminación de un anhelo de larga data, contar historias que resuenen, que inviten a la reflexión y que transporten al lector a mundos nuevos.
Estoy inmensamente agradecido por la oportunidad de compartir este primer vistazo de mi viaje literario. Es un honor que me acompañes en los albores de esta aventura, y espero que este fragmento despierte tu curiosidad tanto como a mí me ha apasionado crearlo.
Capítulo 1.
El Gran Desacople.
Un silencio denso, cargado de presagios, envolvía la habitación del hospital principal en Arica, Puerta Norte de Chile. Allí, en la quietud forzada de su cama, yace el Capitán, Steven Riales, un hombre de unos ochenta años cuyo cuerpo, un navío encallado, apenas respiraba. Pero su mente, ajena a la inmovilidad, se abría a un vasto océano de recuerdos. No eran sus propios pensamientos los que la poblaban por completo, sino una voz familiar, antigua como el rumor de las mareas en su propia sangre, que comenzaba a narrar. Era un eco de su propio ser, un compañero de travesía que ahora le ofrecía refugio, distrayéndolo del dolor, de su prisión de carne y hueso, guiándolo a través de las horas finales de descubrimiento y espera del Gran Desacople.
Esa voz, paciente y sabia, le contaba su propia historia, no en primera persona, sino como un observador distante, permitiendo que la reflexión fluyera sobre sus vivencias como las olas sobre la arena.
Y entonces un recuerdo se manifestó con la claridad de un sueño lúcido.
Vino a su mente aquel amanecer, de aquel día nublado, pesado de nubes y de presagios. El Capitán sentía, a través de esa narración interna, el regocijo de su alma de marino, de oficial de la Armada, ante la idea de hacerse a la mar. Quería hacer de su vida lo que siempre había anhelado, navegar.
Sus zapatos lustrados imaginarios por completo, resonaban sobre una cubierta húmeda, el olor a salitre y a metal frío llenaba sus pulmones; era una liturgia ancestral que él conocía de memoria. Otros lo veían como una rutina, la promesa de la burocracia naval o la tediosa persecución de un rastro insignificante, dictado por cifras y coordenadas. Pero para él, cada zarpe era un nacimiento, una inmersión en la única verdad que conocía.
Su barco, un armazón de acero y voluntad, vibraba bajo sus pies como un ser vivo, impaciente por romper el abrazo del muelle. Las nubes, bajas y pesadas, no presagiaban tormenta, sino el velo de un misterio, una cortina gris entre el mundo que dejaban atrás y el otro que el océano, en su inmensidad, siempre había prometido.
En contraste, la vida común en la ciudad no era nada; sus calles, arterias secas, sus edificios, jaulas de aire estancado. Sus promesas de dinero y placer, ecos vacíos que se disolvían como la espuma en la orilla, sin la vasta resonancia de las profundidades. Allí, la pasión era una chispa efímera, el misterio, un enigma resuelto en libros. Pero en el océano, el mar prometía la verdadera muerte y el renacimiento, la disolución de los límites, y la verdad brutal que el cemento jamás podría contener.
Su propia conciencia le mostraba, con cada palabra, que el verdadero yo del Capitán siempre había buscado la grandeza, la promesa de lo que la tierra no podía ofrecer. En esa marea de su mente, que la voz navegaba con pericia, el Capitán recordó haber recorrido su camarote, hasta el jardín, como se le suele decir a los sanitarios en los buques, una acción tan trivial que contrastaba con la magnitud de la revelación que se avecinaba. Alcanzó el lavamanos, su cuerpo inmovilizado sintiendo el frío de la sábana que no era el del acero de las mamparas, aunque sus manos anhelaban la caricia de lo que vendría.
La voz interior le indicaba que él simplemente abrió la pila. Introdujo sus manos bajo el chorro y, al instante, no fue el simple grifo lo que escuchó. Fue el aviso de la marea negra, el eco de una corriente abisal que se filtraba desde un lugar más allá de la tubería del buque, un murmullo que se confundía con el latido de su propio corazón. El agua, clara y fría en sus palmas, se sintió extrañamente densa, cargada de una memoria ajena, una salinidad que no era de la bahía de Arica , sino de profundidades imposibles. Cerró los ojos, y por un instante fugaz, los detalles del jardín o “baño”, se transformaron en las paredes pulsantes de una fosa, y su reflejo en el espejo, en una silueta que se disolvía en algo diferente e incomprensible.
Su rostro bañado por el agua se quitó la parte salina que no solamente brotaba de sus poros, sino también de sus ojos. Cada lágrima, cada gota, no era solo el sudor de la espera o el reflejo de su propia fatiga y desespero, sino una condensación de esa misma esencia oceánica, una confirmación tangible de que la vida se adelgazaba. Aquello le indicaba que estaba cerca, cerca de su momento.
El momento de comprender o de disolverse. El momento en que la verdad del Gran Desacople, esa fisura cósmica entre lo que es y lo que siempre ha sido, ya no sería un misterio del mar, sino una marea arrolladora que lo reclamaría por completo. El Capitán, en su lecho, sentía el rol de maniobras, todo él sentía la comprensión de su momento final.
La narración en su mente prosiguió, llevándolo a otro recuerdo, el desayuno cotidiano en el barco, una rutina que contrastaba con el misterio que se abría en su alma. El café amargo, el pan duro de la madrugada, los ruidos metálicos de la cocina que anunciaban el inminente movimiento de su nave en la mar. Sus compañeros, sus rostros marcados por la disciplina y el cansancio, hablaban de permisos, de apuestas olvidadas en el puerto. Sus palabras, para él, eran como la espuma en la superficie de un océano que ellos solo veían como un camino. No había en sus ojos el brillo del misterio que él empezaba a sentir como una segunda piel. Sus vidas, aferradas a tierra firme, a la seguridad del dinero y a las pasiones efímeras, eran una contradicción a la magnificencia y silenciosa verdad que el mar le revelaba. Fingía escuchar, asentía con la cabeza, su propia presencia era una sombra entre las realidades ajenas.
Pero entonces, continuó la voz en su cabeza y en un momento muy místico, sus ojos se encontraron con los ojos de un “viejo Pescador”. No era el nombre de pila de este espectro frente a él, sino un apodo tallado por décadas de sal y viento, un título que llevaba con la dignidad de un patriarca del océano. Sus manos, rústicas, de la textura de la red, de el palangre y las conchas marinas, hablaban de un combate honesto con las profundidades. El gran sabor en su boca a Dorado, a Mero, junto con el elixir que era el ron para él, eran parte de lo que era como hombre, como navegante, igual que su barba, una cascada de espuma y plata que caía sobre su pecho. Era un hombre de 1.80 metros de estatura, corpulento, más de 120 kilogramos de pura sal y músculo, pero sobre sus espaldas pesaban sesenta años de mar. Sesenta años donde cada ola y cada Travesía, habían cincelado no solo su cuerpo, sino también la mirada penetrante de sus ojos. Una mirada que, a diferencia de los otros, parecía ver algo más allá de la superficie, un eco de la misma inmensidad que lo carcomía a él.
El Pescador era, sobre todas las cosas, amante de su familia. La llevaba siempre en su pecho, en el colgante de plata que asomaba bajo su camisa de marinero, una fotografía descolorida por el sol y el tiempo de una mujer sonriente y un par de niños. Su anillo de matrimonio, tan pulido como un guijarro de playa, era un ancla más firme que cualquier cabo que atara el barco al muelle. Su hijo mayor y su hija, la más pequeña, eran parte de su ser, la luz de sus ojos, el horizonte al final de su vida. Por ellos regresaba, por ellos enfrentaba cada marea, cada red lanzada, cada madrugada solitaria en el puente. Su amor por ellos era la brújula que lo mantenía anclado a esta realidad manifiesta, una fuerza tan poderosa como las corrientes más profundas, y a la vez, el contrapunto perfecto a la disolución que el mar le prometía.
Y en ese contraste, la conciencia del Capitán le mostraba que la soledad lo inundaba, una marea silenciosa que se negaba a retroceder. Es la soledad del que percibe un velo donde otros solo ven agua, del que siente la caricia de lo incomprensible mientras el mundo sigue su curso terrestre. Pero esa misma soledad es lo que lo motiva; no sabe cómo decirlo, pero es la inminente promesa del mar lo que lo impulsa. Esa gran extensión grisácea es más que un destino, es la promesa de un encuentro, la culminación de un saber que lo llama desde antes de su primer aliento. Y no sabe cómo no olvidarse de su pasado glorioso, de cada condecoración que brilló en su uniforme, de cada victoria táctica, de cada navegación perfecta que lo forjó como el oficial que era.
Su voz interna le recordó el peso insoportable de tantos recuerdos, tantos amores, tantos besos vividos. Él fue de muchas mujeres, sí, sus nombres ahora son olas lejanas que se disuelven en la vastedad. Pero solamente recuerda a una. Su rostro, una silueta que el tiempo no ha podido borrar, su risa, una melodía que resuena aún en la cámara del corazón, su tacto, un eco de la única piel que verdaderamente conoció. Ella es el ancla que pugna contra la corriente de la muerte, la guía personal que parpadea en la neblina de lo que el mar le exige. Su memoria es la promesa de que, quizás, no todo de él deba fundirse en el Gran Desacople.
Y ahora, su mente le pintó la imagen, lo hizo observar la mar desde la proa de su buque el “Danza con Lobos”, desde la fortaleza de su propia conciencia. El viento salino azotaba su rostro, un recordatorio brutal de la libertad que solo el océano ofrece. Sus ojos, entrenados por años de navegación, observaban los detalles en ella, el baile de las olas en la distancia, la forma en que el horizonte limita, el ir y venir de las gaviotas como almas perdidas. Observaba el cielo, una manta de nubes que prometía lluvias venideras, pero también escondía secretos en sus capas más altas. Observaba todo lo que podía encontrar como señales de ella, de esa mujer que fue su única verdad en tierra, pero también señales de ella, la gran amante del océano, la entidad que lo llama. Cada cresta espumosa, cada mancha de oscuridad en la superficie, cada cambio en el color del agua es un mensaje cifrado, un atisbo de la inminente inmersión en lo desconocido.
En esa inmensa contemplación, la voz de su propio ser le preguntó. ¿Qué buscaba él del mar? No era el oro hundido de viejos galeones, ni el trazo perfecto en un mapa inexplorado. No era la gloria de una batalla ganada o el ascenso al poder que sus superiores anhelaban para él. Tampoco era el olvido de los besos que se perdieron en la espuma, ni la amnesia para aquel pasado glorioso que ahora se sentía tan distante. Lo que buscaba del mar era la verdad detrás del velo, la revelación de su otra cara, esa esfera húmeda de la que solo había sentido ecos. Buscaba la disolución de esta soledad que lo devoraba y lo impulsaba a la vez. Buscaba el Gran Desacople, no como un fin, sino como la respuesta a la pregunta que su alma, hecha de salitre y estrellas, no había dejado de hacerse desde el primer latido.
¿Qué es la vida, si la muerte es un comienzo? ¿Qué es la pasión, si el amor verdadero disuelve toda individualidad? Y en este vasto espejo líquido. ¿Quién era él, si no el último eco de un mundo que se negaba a comprender el suyo?
De una manera intelectual, una risa amarga escapó de su mente, perdiéndose en el viento. Su conciencia le mostraba la pregunta. ¿Cuántas veces se había repetido los mismos cuestionamientos? ¿Cuántas veces había perseguido lo inalcanzable, justificando lo arriesgado con la promesa de una revelación? ¿Cuántas veces el ansia de lo profundo lo había arrastrado lejos de la orilla? Cuántas veces.
Pero la atracción era más fuerte que él mismo. Es un ancla que lo jala hacia lo insondable, una fuerza primal que no podía negar. Le hace sentir un hombre completo saber que tiene que enfrentar sus miedos, que el vértigo del abismo no lo paraliza. Y el misterio está ahí, palpitante bajo las olas.
La voz también lo hizo pensar en el dinero que necesitaba para mantener a flote lo que le quedaba de vida en ese hospital y para el sustento de su antigua tripulación, eso también estaba ahí, en las profundidades de su mente. La voz lo hacía pensar en su familia, la que se alimenta de su trabajo y su ausencia, ellos también necesitaban lo que estaba ahí, atado a su conocimiento. Lo que se esconde, lo que se promete, lo que se exige.
De pronto, el Capitán sintió una puñalada, no de dolor físico agudo, sino de una comprensión brutal que le rasgó el velo de la conciencia. La voz le reveló que el viejo Pescador no hablaba solo de la muerte, sino de la suma de su vida, de todo lo que había sido y hecho, proyectado en ese estado intermedio. El secreto que lo impulsaba, la sabiduría que había acumulado en su búsqueda de placer y fortuna, ahora se revelaba como una carga que lo anclaba a una existencia suspendida, incapaz de la disolución anhelada.
La imagen de la proa del “Danza con Lobos”, que momentos antes cortaba espumas imaginarias, se desvaneció con la lentitud de una niebla que se disipa. La densidad del aire cambió, y con ella, los olores: ya no el salitre del mar, sino el aroma metálico y dulzón a desinfectante que impregnaba el aire de la habitación, una fragancia anónima, de hospital.
El sonido lejano de las olas se transformó en el bip-bip monótono y constante del monitor cardíaco, un pulso ajeno que, sin embargo, era el compás de su propia existencia. El Pescador, con su barba de espuma y plata, mutó entonces en la figura borrosa del enfermero de turno, un hombre corpulento y con una bata blanca impoluta, que ajustaba algo al lado de su cama, su rostro velado por el cristal de la fantasía que el Capitán se negaba a soltar.
“Usted no sabe dónde está, ¿verdad, Capitán?”, la voz del viejo Pescador —ahora la del enfermero— era un susurro gutural que se filtraba a través de la mampara que los separaba, una voz rota por la edad y el sufrimiento, y el Capitán la sintió como una extensión de sí mismo. “Un momento la sal le quema la piel, al otro siente el tacto de las sábanas ásperas. Un segundo los motores rugen, al siguiente es el pitido constante de esa… cosa. La otra marea, Capitán, no solo ahoga, sino que también revela. Quita el velo, pero muestra la verdad. La bruma que lo envuelve ahora mismo es también el crisol de su propia verdad.”
Su piel, que en el sueño ardía con el viento salino y la promesa de la aventura, ahora sentía la aspereza innegable de la sábana de hospital bajo su espalda inmovilizada, la presión constante de su propio peso contra el colchón que cedía con lentitud. Había una picazón exasperante en su pantorrilla izquierda, un recordatorio trivial y frustrante de su absoluta incapacidad para moverse, su cuerpo, antes un navío robusto, ahora varado en Arica, la Puerta Norte de Chile, convertida en el escenario de su naufragio más íntimo.
“Usted tiene el conocimiento, Capitán”, continuó la voz del Pescador, bajando a un hilo de voz que parecía vibrar directamente en los huesos del oficial, un murmullo que solo él podía escuchar. “Usted ha navegado aguas que pocos conocen. No solo las del mar, sino las de la ambición sin límites, las del placer que quema, las del poder que corrompe y exalta a la vez. Todo eso está en esa marea que lo jala, ¿no es así? El oro, el tacto suave de la piel de una mujer, el compromiso del trato cerrado en la penumbra. Usted fue el marino que lo tuvo todo, el que supo dónde buscar el tesoro que no estaba en los mapas. Y esa es la sabiduría que ahora lo atormenta, la que se niega a disolverse en el Gran Desacople.”
Y en esa confusión sensorial, tan vívida como el más real de los recuerdos, la memoria de la carne se abrió paso con una urgencia brutal. No era el toque real, no la caricia de un amante presente, pero sus músculos, sus terminaciones nerviosas, recordaban con una fidelidad abrumadora el contacto de la piel caliente, el peso de un cuerpo suave y entregado sobre el suyo, la exhalación suave en su cuello que erizaba sus vellos. El olor a desinfectante se transformaba fugazmente en la fragancia de un perfume barato de puerto, la esencia embriagadora de tantas noches efímeras y cuerpos olvidados que ahora clamaban por ser recordados, por no desaparecer en el vasto océano de su inconsciencia.
Sintió un toque fantasmal de excitación, un eco lejano, pero potente, de la pasión que la voz había mencionado, esa fuerza primordial que lo había impulsado a través de la vida, a través de mujeres y de fortunas. Era una revuelta silenciosa de su cuerpo, un grito ahogado desde su jaula de carne inmovilizada, negándose a aceptar la disolución, aferrándose con una desesperación atávica a la memoria del placer, de la conquista, de la vida vivida con una intensidad que ahora se sentía inalcanzable, dolorosamente lejana.
La voz interna del Pescador se inclinó un poco más en su mente, y el olor a salitre y a tabaco de pipa que emanaba de él se hizo abrumador, casi asfixiante, aunque en la realidad del hospital era solo el aliento cargado del enfermero. “Ese secreto, Capitán, esa pasión que lo impulsó a conquistar el mundo y las mujeres, es la que ahora lo mantiene flotando en esta nebulosa. La otra marea quiere llevárselo todo, reducirlo a espuma. Pero su propia verdad, la que usted buscaba en tierra firme con el mismo fervor que el mar, esa verdad de dinero y de carne, de astucia y de deseo, es su ancla más fuerte, y a la vez, su condena.
¿Qué hará con ella ahora que no tiene puerto donde atracar?”
La “sabiduría”, ese arcano de la que hablaba la voz, era un conocimiento profundo y casi esotérico sobre las palancas ocultas del mundo, cómo mover hilos invisibles para que el dinero fluyera hacia él, cómo descifrar las verdaderas intenciones detrás de la mirada más inocente, cómo encender la chispa de la pasión en cualquier corazón, no solo por instinto, sino por una comprensión casi científica de los deseos humanos.
Ese conocimiento no era un manual, ni una receta; era la propia experiencia vital del Capitán, una fuerza elemental que, incluso ahora, en la víspera de lo desconocido, se negaba a ser silenciada. Se preguntaba si era una bendición o una maldición, ese último ancla carnal en la bruma de su mente, que lo mantenía a flote entre la vida y el Gran Desacople, pero a un costo que aún no podía calcular. Su mente, en ese ir y venir entre la proa del “Danza con Lobos” y la asfixiante realidad del hospital de Arica, se aferraba a la única verdad que conocía, incluso despojado de todo, el fuego de la pasión y la memoria de la conquista persistían, un faro en la niebla que se negaba a extinguirse.
Y este era su tormento más cruel, poseer un arcano de tal magnitud, una llave para los grandes engranajes del mundo, y estar, sin embargo, silenciado por completo. Las palabras se negaban a salir, el cuerpo a obedecer. Toda esa sabiduría, ese poder oculto que le había dado riqueza y dominio, ahora era un fuego interno que lo consumía en un silencio ininterrumpido. El gran secreto, el conocimiento que lo había hecho grande, permanecía encerrado tras los muros de su cráneo dañado, inalcanzable para el mundo exterior, una posesión estéril que solo servía para avivar la llama de su conciencia torturada.
La dolorosa paradoja del Capitán se cernía sobre él como la niebla sobre la bahía de Arica. Su cuerpo y su voz estaban silenciados, pero su mente, un vasto océano de conocimiento, seguía navegando, buscando una salida, una resolución. La voz interna le planteó la pregunta.
¿Cómo enfrentaría esta nueva y brutal realidad, inmerso en su propia conciencia? Dos caminos posibles se le abrían, dos abismos de elección. O bien se aferraría con una determinación inquebrantable a su sabiduría y memoria, fortaleciendo su control mental sobre el arcano, convirtiendo su mente en un santuario inexpugnable, un archivo viviente de todas sus conquistas. La lucha por retener cada detalle sería su batalla diaria, su forma de ejercer poder en su única esfera de influencia restante. O bien, buscaría una nueva forma de ser, decidiendo que la resistencia era inútil y que aferrarse al pasado solo prolongaba su tormento.
En este camino, entendería la verdadera naturaleza del Gran Desacople, no como una amenaza, sino como una inevitable transformación, quizás encontrando una nueva forma de comunicación, una que trascendiera las limitaciones del lenguaje y el cuerpo, fluyendo como las propias corrientes profundas del océano.
En este trance final, la voz familiar se reveló como el Capitán mismo, fragmentado y completo a la vez. Proyectaba en la figura del Pescador la esencia más pura de su espíritu marino, su conexión atávica con el océano, su amor por la familia que lo anclaba a la tierra, su sabiduría de la vida simple y brutal del mar. Y al mismo tiempo, esta voz era la conciencia del Capitán, aquel que navegó las aguas de la ambición, las pasiones efímeras y el poder, era su yo que poseía el arcano de la manipulación y la fortuna. La voz, el Pescador, el Capitán… eran los tres hilos de una misma vida tejiéndose en el velo del Gran Desacople.
La familiaridad de esa voz era, en realidad, la de su propia alma desdoblada, distrayéndolo del dolor con el eco de sus hazañas, y a la vez, empujándolo hacia la única muerte digna, la disolución en el mar, donde todos sus fragmentos podrían, finalmente, unirse. En esa inmovilidad hospitalaria, el Capitán no estaba solo; estaba acompañado por todas las facetas de lo que fue y de lo que anhelaba ser, encontrando en esa comunión interna la calma para su travesía definitiva, una amistad forjada en la sal de su existencia y la promesa del abismo que lo esperaba.
Por: Luis Gonzalo Guerrero.
Waooooo sin duda un gran escritor, me encanta leerlos, muchas felicidades y bendiciones
ResponderBorrarGracias, mil bendiciones.
BorrarUpa primate excelente te felicito, auguro mucho exito como tu mismo lo dices en este nuevo VIAJE LITERARIO
ResponderBorrarGracias, un fuerte abrazo.
BorrarBestia me espeluque, en verdad esta genial, todos deberían leerlo
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