Ella mi soledad.



Ella mi soledad.


 Un hombre ahogándose en su soledad es más grande que esta, porque el hombre sabe que se muere, pero la soledad no sabe que lo destruye.


 Recuerdo mis pies tocando la superficie dura, fría e indiferente de un muelle, sintiendo el traidor mareo en tierra y el temor alojado en la boca de mi estómago, temor al encuentro con el pasado.


 Recuerdo inclusive que junto a mí caminar tambaleante, me acompañaba una talega colgada sobre mi hombro, llena de aventuras y desengaños.


 Todavía me veo como si fuera ayer, caminando sin volver mi mirada atrás, pues en esa pequeña nave qué reposaba sobre las aguas tranquilas del puerto dejaba la paz, mi oficio y a una compañera que solo aprecio cuando no la tengo, ella mi musa del mar, ella mi soledad.


 Paso tras paso, me alejaba y a su vez mi mente recreaba esos sonidos de alta mar, llegaban hasta mí esos sonidos de chapoteos qué en noches oscuras dejaban qué mi imaginación volara y soñara con sirenas, de cabellos rojos como el fuego y de pechos brillantes tapados con algas y adornados con cuencas de coral, no dejaba de pensar en esos sonidos de aparejos de pesca, el rechinar de tablas y el inconfundible sonido seco de la ola contra la borda; con total necesidad, evocaba ese sonido constante y acompasado que en aquellos momentos de cruel abandono, me lograba tranquilizar.


 De una forma mágica quería volver a donde estuve, a donde la soledad me dio libertad, a donde mi mayor preocupación era adornar las blancas carnes de un Dorado con algunos contados granos de sal.


 Quería volver y estar de nuevo allí, ver el coqueteo de un Delfín junto a la proa de mi nave, ser testigo una vez más de la comunión del mar con la luna y del amor incondicional de los marinos con las estrellas.


 Con estos recuerdos llego a la conclusión de que no hay premura, bajo el cielo todo tiene su momento, todo pasa a su debido instante, mientras tanto mis ojos vuelven a ver a los valientes qué caminaban en dirección contraria a mí, dispuestos a embarcarse, con sonrisas en sus rostros hermanados en palabras, frases y ademanes típicos de los hombres de mar, dejando salir de sus bocas, anhelos, sus deseos de buen viento, alardeando y dibujando en el aire coordenadas y en el común de los casos, poniendo en sus labios nombres de amores dejados en cada puerto.


 Como no recordar que mientras mis ojos veían con celos estos afortunados pasando junto a mí me mantenía firme, sin mirar atrás, la incertidumbre en aquel momento, se apoderaba de mí y una sed conocida se hacía presente.


 Ahora que la vida me ha marcado otros derroteros, no dejo de tener mi alma en esos momentos, no dejo de calmar mi sed en alguna taberna portuaria, acompañado de todos y cada uno de aquellos recuerdos, atrapado por la nostalgia y abrazado a mi musa del mar, a ella mi soledad.


Por: Luis Gonzalo Guerrero.


Jurado Grupo Editorial.

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