Strangers in the night
Strangers in the night
Definitivamente, hay damas que prefieren la noche, son damas que tienen su mayor despliegue al crepúsculo cuando el astro rey nos abandona para nacer en otra latitud.
Ellas emanan poderosos perfumes que atraen poderosas pasiones, damas que son tan delicadas y efímeras que se marchitan justo antes de cada amanecer.
La luna es una de ellas, posiblemente la reina de todas ellas, ella nos brinda esa luz serena, ese abrigo en los momentos en que la noche está más densa, nos alumbra cada rincón de una calle vacía o la larga travesía en un mar oscuro y embravecido.
De esta suerte de lazo existencial se desprende que cada vez que queremos sentir la vida en lo externo acudimos al sol, pero cuando queremos sentir la vida desde adentro acudimos a la luna.
Sin quemarnos, sin hacernos sudar, sin cegarnos, nos abre nuestros sentidos a un mundo distinto, un mundo de poesías, de fantasías donde las fronteras entre lo real y lo mágico se nutren de lo intelectual y dan paso a las más hermosas y maravillosas experiencias.
Y así fue.
Ella bajó por las escaleras como de la mano de un ángel, su cuerpo flotaba por cada peldaño, la gracia que denotaba cada paso en su descenso era una suerte de elixir compuesto del son de sus caderas y el flotar de sus cabellos y el roce de estos con sus hombros, cabellos negros muy negros que al romper con la noche se hacían de seda de la más pura seda.
Su ropa ajustada a cada curva de su cuerpo no daban espacio a nada, la luz de la luna acariciaba su silueta y su sombra se posaba sobre mí dejándome inmóvil y hechizado.
Allí estaba yo un humilde pescador, un marino de corazón que por alguna razón pensó que era dueño de su vida, pero que al estar frente a ella se dio cuenta irremediablemente que no era dueño de nada.
En alguna ocasión había sentido el fallo de mis manos, pero no era frecuente, solo recordaba un par de estas ocasiones, una en pleno Estrecho de Magallanes, cuando al enfrentarme a un gigantesco Congrio Dorado de más de dos metros, mis manos decidieron soltar la línea ante la mirada incrédula de mis ojos y la orden puntual y directa de mi mente de no desistir nunca, la otra ocasión fue al escribir un poema de amor.
En esta oportunidad fallaron de nuevo, pues al tomar las de ella y ayudarla a franquear el último peldaño de aquella escalera sentí que no podría detenerlas y así pasó, mis manos en un movimiento súbito se entrelazaron con sus cabellos, luego danzaron sin control alrededor de sus caderas y al sentir firme su cuerpo junto al mío paro la música, no se escuchó más la melodía de Frank Sinatra y solo se dejó escuchar mi voz temblorosa:
¿Cuál es tu nombre?
Pregunté cómo si me interesara y ella respondió:
Me llaman flor, flor de luna.
Y así olvidé al Cabo de Hornos, todas y cada una de las millas náuticas navegadas hasta llegar aquí y sostuve mi cuerpo junto al suyo en el más maravilloso idilio, sosteniendo ambos la luna en su sitio con nuestros besos y haciendo de cada historia de amor nuestra historia de amor.
Éramos simplemente extraños en la noche, tratando de entender a Jorge Luis Borges y no cometer el mayor de los pecados, tratando en contra de todas las posibilidades y todas las mareas de ser felices, así sea solo por esa noche.
Por Luis Gonzalo Guerrero.
Jurado Grupo Editorial.
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